Personas, coches, más personas, semáforos, vendedores ambulantes, personas caminando, corriendo, caminando, un laberinto de estrechos caminos, caminantes, a penas caben las personas. –Todavía es temprano para la fiesta...–
Acaba de anochecer y la mayoría de la gente está camino de sus casas. Cristock está esperando el momento clave, cuando la calle queda casi vacía y suceden cosas... Mientras tanto disfruta de este espectáculo bullicioso. El gentío acelerado también le aporta regocijo y sobre todo le prepara emocionalmente para lo que vendrá luego. –Sois mis teloneros favoritos. ... A ver qué chistes me tenéis preparados para hoy.– El telescopio dispone de zoom óptico y Cristock le da uso constantemente, para observar detalles de grupos reducidos de personas.
Se centra en un carrito de comida ambulante. Lo atiende un señor mayor que dispensa perritos calientes a una media de perrito por minuto (el "científico loco" hace este cálculo cada noche). No ocurre nada fuera de lo normal así que Cristock mueve el joystick de su mando y se dirige a otra zona. Se detiene sobre un mendigo que sujeta un cartel que, desde el punto de vista cenital, no se puede leer. –"Me he quedado sin trabajo... Tengo mujer y dos hijos... Una ayuda por favor..."– Con un tono déspota y burlesco, Cristock hace una burda imitación de lo que imagina podría decir el cartel.
El vagabundo está sentado en la acera, mirando hacia el suelo. Se limita a sujetar el cartel con las dos manos y esperar a que alguien le eche dinero en la boina que ha colocado frente a él. Con el telescopio puede ver cláramente la cantidad de dinero que hay en el interior de la gorra y también ha calculado, por supuesto, cuánto gana al día aproximadamente. Cristock hace cálculos de este tipo constantemente, cálculos totalmente inútiles pero que por alguna razón le entretienen. –Ganas mucho más que el salario medio, ¡qué lloras, hipócrita!– El ver finalizada una tarea, por pequeña que sea, le recuerda que es capaz de terminar algo que ha empezado. Necesita contrarrestar esa sensación con la del misterio interminable de los duendes; aún no sabe a ciencia exacta cuándo llegarán, ni si quiera si llegarán y mucho menos si vienen o van...
Un par de señoras se paran justo al lado del indigente. Charlan entre ellas y, por la forma de gesticular, se diría que gritan más que hablan. –Juraría que estáis hablando de vuestros hijos, o nietos. De lo activas que son vuestras vidas. Casi os puedo oir desde aquí. Que si el colegio, que si la compra, que si mi marido, su trabajo, nuestra casa. ¿Tan miserables son vuestras vidas que necesitáis pararos al lado de un vagabundo tirado bajo vuestros pies y estamparle vuestra ficticia felicidad en la cara?–
Cristock continúa con su panorámica por las calles de Nueva York. Observa todos los entresijos que alcanza a ver con su telescopio desde su ático. Pero esta noche no está teniendo suerte; no detecta nada que le aporte interés, así que vuelve a colocar su mira telescópica sobre el indigente. Las dos mujeres siguen a su lado. Entre el hombre postrado en el suelo y las dos corpulentas señoras paradas a su lado, la circulación peatonal se ve realmente afectada en ese punto. –Moveos, focas. Vaya tres... Parecéis un pedazo de colesterol en mitad del riego sanguíneo. Toda una ciudad de glóbulos rojos obstruidos, a punto de sufrir un infarto de miocardio.– Y en verdad eso parecía, al menos a vista cenital de telescipio. –Toda la humanidad a la mierda por culpa de dos gordas y un pobre. (...) Pf... No caerá esa breva.– Y entonces se le dio a Cristock por pensar en los duendes.
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