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viernes, 11 de octubre de 2013

XLV


LA LENTE ESPÍA
Capítulo 6

Cristock había olvidado la visita de su familia... Está todo hecho un desastre, pero no mucho más que la última vez que vinieron. En cualquier caso no tiene nada que perder; la custodia por su hija nunca la ha tenido ni la tendrá y lo que siente por su mujer es ya poco más que un cariño por los buenos tiempos. Así que, sin mucha exasperación ni delicadeza, mete los prismáticos en su caja y se dirige al baño para darse una ducha. El edificio es tan alto y tan laberíntico que tardarán entre 10 y 15 minutos en llegar a su apartamento. Además, como ya han hecho las últimas veces que han venido, seguramente paren en la cafetería de la planta baja para tomar algo antes de subir.

Cristock, ya duchado, vestido y aseado, deja la puerta de la entrada entreabierta y se sienta, pero no en su trono frente al televisor, sino en una pequeña silla en una esquina del salón. Suele sentarse ahí cuando está nervioso o bloqueado. Desde ese ángulo se ve perfectamente el enorme ventanal, colmado de sus apuntes y dibujos pintados con rotulador blanco.

Al lado de la silla, en la pared, hay una serie de pequeños agujeros que Cris ha escarbado con su dedo índice. Lo hace como método anti estrés. Ha perforado una veintena de agujeros en esa pared de yeso, como un montón de cráteres en la superficie lunar. La mayoría muy pequeños, pero son cuatro de ellos los que destacan: tres son de una profundidad y grosor apenas mayor que la punta de su dedo, pero el cuarto es significativamente más grande, de unos 2 centímetros de profundidad y 1,5 cm de diámetro. Este último es el equivalente a "la Lente Espía" (invertida) de aquel mar blanco plagado de impactos.

Esto de hacer agujeros a Cristock le viene de fábrica. Ya de pequeño lo hacía, también como divertimento anti estrés, sin él todavía saberlo. Agujereaba una pared cubierta de yeso, en una esquina del salón. No quería que su familia lo descubriera así que lo hacía tras una pequeña mesa con mantel que lo ocultaba todo. Por supuesto lo acabaron encontrando y, para entonces, ya tenía 4 ó 5 cráteres, donde también uno de ellos destacaba entre los demás por su tamaño y profundidad. Una manía que Cristock mantuvo hibernada durante el resto de su vida hasta que, en su viaje a España, re-descubrió su pasión al excavar aquel hoyo en la vía del tren. Por alguna razón, penetrar una superficie le relaja profundamente. Le hace sentirse protegido, arropado, aunque sólo sea la punta de su dedo...

Y fue en la soledad de su piso cuando, inconscientemente, volvió a la carga. Estando un día bloqueado con sus cálculos, hizo una pausa y se sentó en esa esquina, para observarlo todo de un vistazo. Entonces, su dedo índice empezó a serpentear involuntariamente.  Ese dedo con complejo de taladro no para de trabajar, pero lo hace muy lentamente, disfrutando del momento. Al fin y al cabo la meta no es llegar muy profundo sino deleitarse con cada arañazo, sentir cómo el duro yeso se doblega ante su uña, transformándose en polvo. Necesita hacerlo, especialmente cuando se encuentra algo nervioso, como ahora, ante la inminente llegada de su mujer e hija, quienes –ya están aquí–.

Se escuchan ya sus pasos por el pasillo. Cristock deja de escarbar, se levanta y oculta la perforada pared con la silla. No tiene por qué hacerlo, ya nadie le regañará, pero ese sentimiento de culpabilidad de niño sigue ahí, latente. Se queda de pie como un palo, sin saber qué hacer. Mira los croquis de la pared, para dar la sensación de estar haciendo algo. Se escuchan perfectamente las pisadas de dos personas, cada vez más cerca. Una de ellas apura el paso y entra. Cristock se gira y entonces su mirada se ilumina. –Qué mayor está... ¡!–

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