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viernes, 25 de octubre de 2013

XLIII

Se calza y baja con lo puesto, mas se arma también de unos pequeños prismáticos de color rosa. Éstos los saca rápidamente de su caja, junto a la puerta. Están nuevos, pues son un regalo para su hija, así que los trata con sumo cuidado a pesar de la prontitud de sus movimientos. 

Mientras desciende los 123 pisos del interminable ascensor, mira sus prismáticos rosa fucsia con cierto patetismo. No sólo desciende en altura sino también en dignidad: Ha pasado de ser al amo y señor del telescopio más grande jamás construido y observar las más impresionantes maravillas del universo, a sostener en sus manos unos prismáticos de juguete para espiar la más cruda bajeza humana...

Sale por la puerta principal del edificio con los binoculares ocultos bajo su chaqueta, para no llamar la atención, aunque su desaliñado aspecto y su caminar nervioso lo delatan completamente; por suerte para él apenas hay personal a esas horas de la noche transitando la entrada del rascacielos. En realidad la calle misma parece una tumba por la poca actividad que se ve a simple vista y, el rascacielos donde viven Cristock y otras mil personas más, es como la enorme lápida de cristal que sentencia el inquietante silencio de la urbe. Actividad inerte sólo a simple vista pues en los más oscuros rincones de la ciudad se desenvuelve toda una variedad de vida bacteriana que pudre la gran manzana a cada noche.

Es el caso del callejón al que Cristock se dirige. Consigue reunir valor como para posicionarse en la acera de enfrente a la callejuela y, desde allí, oculto tras un quiosco, observar con sus prismáticos. La escena ocurre demasiado lejos todavía y casi no hay luz como para ver siquiera con los ojos desnudos. Se acerca un poco más, caminando como quien pasea a su perro. Cruza toda la calle y se para tras un coche situado en frente al umbral donde está sucendiendo el abuso.

El novio de la chica y su agresor siguen desplomados en el suelo. Comprueba que el grandullón sigue vivo, pues se aprecia su respiración, mientras que el otro está fiambre, descansando en su propio charco de sangre. Echa un rápido vistazo al callejón a través de los prismáticos de plástico, pero sigue sin ver gran cosa, tan sólo movimientos de siluetas muy oscuras. Entonces se fija en el espejo retrovisor del coche en el que se está apoyando. 

Empieza a toquetearlo; lo retuerce violentamente hacia arriba, casi perpendicular al suelo y lo rota más de 90º en ese mismo plano. Justo ahora se acerca uno de los chicos desde la penumbra del callejón. Cristock escucha sus pasos y se gira sin mirarlo. Con las manos a su espalda continúa palpando el retrovisor, muy concentrado. El vándalo le dice que se largue, que ni se le ocurra robar ningún coche de esta zona en cien metros a la redonda. Cristock en parte se alegra; su descuidado aspecto le ha servido de algo: lo han confundido con un simple caco, lo que lo posiciona en el mismo rango social que esos criminales y por tanto un ser inofensivo para ellos e inclusive un compañero de batallas. Siente por tanto alivio y repugnacia al mismo tiempo, pero sigue manoseando el espejo retrovisor como si no escuchase al agresor, quien entonces se altera y se acerca a Cristock a paso acelerado mientras sigue amenazándolo. Cris, muy nervioso, mira brevemente al cielo, muy hacia arriba, exactamente a la planta 123 de su inmueble y sus manos, temblorosas pero con la precisión de un cirujano, le dan los toques finales al espejo del coche y por fin se va caminando, sin decir ni una palabra. El malhechor sigue farfullando en voz alta pero no pierde tiempo yendo a por Cristock y termina regresando a su "cueva".

Cris va apurando el paso hasta que de pronto se ve corriendo. En la carrera llega incluso a tropezar y cae al suelo; se hace un poco de sangre en la mano; una herida superficial. Sigue trotanto, entra en su edificio y llama al ascensor, ya sudando... Mientras aguarda su llegada mira hacia las escaleras, como si esperase llegar antes por esa ruta... –Puf, espabila viejo... ¡Piensa con la cabeza! Mente fría. Mente fría. Mente fría.– Se repite una y otra vez mientras se mira la herida de la mano y se chupa la sangre sin dejar de hablar consigo mismo. Por fin llega el ascensor, se sube a él y sube éste hacia el ático del astrofísico. Durante la ascensión, Cristock se va sientiendo más cómodo, –como un mono en lo alto de un árbol, a salvo de los depredadores.–

Entra en su apartamento, deja los prismáticos al lado de su caja y camina hacia la pantalla, no sin antes detenerse un instante a mirar el "grafiti" del cristal de la ventana, especialmente el dibujo de Tierra 2, el cual es una esfera concéntrica a otro círculo de mayor tamaño marcado como "espejo" en ese encerado de vidrio. Con el mando a distancia por cable mueve el punto de mira del telescopio hacia un lugar apartado del callejón. Se aleja más y más hasta pararse en el coche en el que había estado apoyado hace sólo unos minutos. Hace zoom exactamente sobre el espejo retrovisor que había estado manipulando allá abajo –en los infiernos–. Acerca el encuadre hasta introducirse completamente en el espejo. –Bingo...– ... –¡¡Bingo!!– Reenfoca la imagen, desde la superficie del retrovisor hacia el fondo de la calleja. –¡Eeeel uno...!– Cristock murmura para sí de manera un poco delirante, quizás por el sueño, quizás por el histerismo de la situación, quizás por ambas cosas. Está muy oscuro allí abajo; acciona de nuevo el haz de luz infrarroja. –¡Eeeeeel dos!– Levanta la voz un poco más, y su mirada se torna preocupantemente inexpresiva. Invierte la imagen verticalmente y la reecuadra, rotándola unos 30 grados. –¡¡Eeeeeeeel...!! ...–

En la esquina del espejo, muy al límite, pero visible, se aprecia lo que traman los violadores con aquella muchacha. Se ve sólo parte de la estampa y la imagen está bastante borrosa por culpa de la suciedad del espejo y por la deficiencia con la que el rayo de luz llega al escenario tras rebotar en la imperfecta superficie refletante. No obstante se aprecia por fin el secreto oculto al final del funesto callejón. –Jesús bendito...–

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