Abby se está haciendo mayor. Acaba de tener su primera menstruación y Cristock se siente el hombre más afortunado del mundo por haber presenciado ese momento. La probabilidad de que eso ocurriera estando ella en su casa era muy remota. La fortuna ha jugado a su favor esta vez. Cris escucha, reservadamente, desde el salón, lo que madre e hija hablan entre ellas. No se percibe con claridad la conversación, pero sí las suficientes palabras salteadas como para saber que Eleanor trata de calmar y explicarle a su hija lo que le acaba de ocurrir.
Tardan tanto en salir del baño, y Cristock es tan disperso, que el hombre se ha puesto a trabajar nuevamente en el crucigrama entre pared y ventanal. Toca cuidadosamente varios de los paneles que cuelgan de ese tendal que Cristock instaló entre ambos planos. Entonces mira hacia el dibujo de Tierra 2, garabateado en la ventana. Se fija de nuevo en el círculo concéntrico exterior, marcado con la palabra "¿espejo?" entre signos de interrogación.
Su mente se distrae con tal facilidad, que enseguida ha desarrollado uno de esos dilemas físicos que tanto le gustan. Cris se pregunta lo siguiente: –¿Qué pasaría si colocásemos un espejo en la superficie del Sol?– Cristock piensa en un espejo cuyo plano esté completamente perpendicular en línea con la Tierra. Y de una superficie perfectamente plana y con el máximo nivel posible de reflexión (y de luminosidad por tanto). Un espejo más propio de un mundo matemático que del mundo físico, no sólo por sus increíbles propiedades materiales, sino por su imposible resistencia al calor. En cualquier caso, Cristock completaba el problema con la pregunta –¿...y si apuntásemos hacia él nuestra Lente Espía?– El excéntrico astrónomo cuestionaba nada menos que el milagro de viajar en el tiempo, visualmente hablando. Poder ver el pasado 8 minutos atrás.
Pero el bueno de Cris va aún más allá. –¿Y si lanzáramos ese cohete al punto más lejano del sistema solar? Plantar el espejo en Plutón y bascularlo allí mismo con niveladores de precisión nanométrica.– Con esta implementación, planteaba ahora no sólo la cuestión de aumentar el tiempo entre 4 y 6 horas en el pasado sino también la idea de mover el cristal reflectante. De esta forma se podría echar un vistazo al pasado, eligiendo cualquier zona de la Tierra. –Bueno... de medio hemisferio.–
Y riza el rizo, casi delirando ya, con otro concepto que se le ocurre acto seguido: –¿Y usando una red de espejos satelitales coordinados con sus gemelos en la Tierra?– Se plantea a sí mismo ahora la ocurrencia de montar una serie de espejos, miles, cientos de miles de ellos ubicados en el espacio, orbitando la Tierra en toda su exosfera. Y conectados todos ellos entre sí con sus respectivos espejos ubicados en la superficie terrestre. Pudiendo, de esa manera, seleccionar cuántos espejos se interconectan y cuáles no, rotándolos según las necesidades. También seleccionar cuál de ellos sería el último, el que ya no refleje contra otro espejo sino contra la tierra misma (simplemente abriendo el campo de visión en el punto deseado, saliéndose fuera del espejo en tierra).
Incluso extrapola esa misma idea pero con espejos orbitando el Sol –bailando al compás de la Tierra–. Creando rebotes en zigzag a lo largo de los 930 millones de kilómetros de la órbita terrestre; multiplicando por diez, o cien, o mil, esos 51 minutos luz. Cris no hace más que tratar de aumentar el tiempo del viaje al pasado, llegando ahora a días y hasta semanas en su desplazamiento temporal. El caso es que la idea de poder rebobinar el planeta a su antojo hace que a Cristock se le encienda la bombilla. –Y si...–
Por fin salen del baño Abby y su madre. La niña ha cambiado radicalmente su expresión. Ha pasado de la efusividad a la timidez. Siente como si hubiera hecho algo malo, pero –todo lo malo que ha hecho es crecer.–
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